Entrar por primera vez en un DOJO es como abrir la puerta a un nuevo mundo. La atmósfera está impregnada de una mezcla de respeto, disciplina y anticipación. Al principio, todo parece desconcertante y excitante a la vez. Las paredes adornadas con armas tradicionales y fotografías de maestros venerados, el suave eco de los golpes y patadas en el tatami, y el ritualizado saludo entre los practicantes, todo contribuye a una sensación de estar entrando en un lugar sagrado.

La evolución comienza desde el primer día. Al principio, te sientes torpe, tus movimientos son rígidos y descoordinados. Pero poco a poco, a través de la repetición y la corrección, tus habilidades comienzan a tomar forma. Aprendes no solo técnicas de lucha, sino también valores como la paciencia, la perseverancia y el respeto hacia los demás y hacia ti mismo.

Con cada clase, tu confianza crece. Comienzas a entender la filosofía detrás de cada movimiento, cómo la fuerza puede fluir desde la calma y cómo la mente y el cuerpo deben trabajar juntos. Las lecciones aprendidas en el dojo comienzan a infiltrarse en otros aspectos de tu vida, proporcionando una nueva perspectiva y un nuevo conjunto de herramientas para enfrentar los desafíos diarios.

Eventualmente, llegas a un punto en el que sientes el DOJO como un segundo hogar. Los compañeros de entrenamiento se convierten en amigos y aliados en tu viaje. Cada avance, cada cinta o grado que obtienes, se siente como un logro significativo, no solo en la práctica de tu trabajo diario, sino en tu crecimiento personal.

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